El intestino se asocia tradicionalmente con la digestión, la absorción y el metabolismo de nutrientes mediante la recepción de información ambiental que luego genera una señal neuroendocrina que permite regular la capacidad de digestión y absorción de acuerdo con la cantidad y la composición del alimento ingerido (Celi, et al., 2017). Adicionalmente, contribuye al mantenimiento de la homeostasis del organismo y se asocia con la respuesta a retos de estresores endógenos o exógenos de carácter infeccioso y no infeccioso (Kogut y Arsenault, 2016).
Debido a sus funciones, la salud del intestino es relevante para la industria de la producción animal, convirtiéndose en sinónimo de salud y productividad. Sin embargo, la definición de un intestino saludable es un concepto amplio que debe ser entendido sistémicamente a través de características estructurales y funcionales que agrupan al epitelio, las células del sistema inmune, el microbioma y el alimento con el fin de desarrollar estrategias multifuncionales que permitan modular los diferentes elementos que interactúan en este órgano para contribuir a la resiliencia del animal frente a cambios fisiológicos y ambientales.
De manera simplificada, la salud intestinal puede considerarse como la ausencia y prevención de enfermedades con el fin de que el animal exprese su potencial genético a través del normal desarrollo de sus funciones fisiológicas aun cuando se encuentre sometido a condiciones de estrés (Kogut y Arsenault, 2016).
Teniendo en cuenta la necesidad de desarrollar estrategias holísticas de mejora de la salud intestinal y la demanda por reducir o abandonar el uso de antibióticos promotores de crecimiento se han desarrollado diferentes frentes de acción. En la industria avícola una encuesta reveló que el 36% de los nutricionistas y productores de alimento identificaron como el principal desafío de la formulación la restricción en el uso de antibióticos (Figura 1) (Roembke, 2020).